El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, asediado por una maraña sin precedentes de corrupción, trata de agarrarse al salvavidas con un plan contra la corrupción que incluye, como medida estrella, la creación de una agencia estatal antifraude, a imagen y semejanza de las agencias autonómicas que ya existen en Catalunya o la Comunitat Valenciana. Lo hace, no obstante, mientras su Gobierno lidera el mayor ataque al Poder Judicial que ha conocido la historia democrática de España. Pero, ¿son eficaces las agencias antifraude en la lucha contra la corrupción o solo una herramienta política más fácil de manejar que jueces independientes?
La arquitectura constitucional española consagra la separación de poderes y encomienda la potestad de juzgar y hacer cumplir la ley exclusivamente a los tribunales de justicia. El artículo 117 de la Constitución –reiterado por la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ)– establece que «la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados […], independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente a la Constitución y al imperio de la ley» . Asimismo, solo los jueces y tribunales determinados por las leyes pueden ejercer jurisdicción penal, correspondiéndoles en exclusiva la facultad de enjuiciar delitos y ejecutar las sentencias.
Esta garantía de independencia e imparcialidad implica que ninguna otra institución puede suplantar la función de juzgar delitos, ni interferir en ella. En materia de corrupción, que por lo general reviste carácter de delito (cohecho, malversación, prevaricación, etc.), es fundamental que la investigación y sanción se realicen dentro de este cauce jurisdiccional independiente. Solo un Poder Judicial independiente –dotado de fiscales y jueces libres de presiones políticas– puede perseguir las tramas corruptas caiga quien caiga, asegurando el principio de igualdad ante la ley.
Este principio no es meramente teórico; es la piedra angular para evitar la impunidad de los poderosos. Si la potestad punitiva recae en órganos controlados por el propio poder político que puede verse implicado en casos de corrupción, el conflicto de interés es evidente. Ya lo advirtió Montesquieu: para que no haya abuso de poder, es necesario que «el poder detenga al poder».
En España, esa función contrapeso la ejercen los tribunales: un juez de instrucción o un fiscal anticorrupción independiente pueden investigar a altos cargos públicos sin depender de la venia del gobierno de turno. Sin esa independencia real, cualquier estructura anticorrupción corre el riesgo de ser instrumentalizada o neutralizada por intereses partidistas. Por tanto, reforzar la autonomía y medios del sistema judicial (juzgados y fiscalías) se revela como la estrategia más eficaz y legítima contra la corrupción sistémica.
En las últimas décadas se han creado diversas oficinas y agencias antifraude autonómicas con el objetivo declarado de prevenir y descubrir la corrupción en el ámbito regional y local. Catalunya fue pionera en 2008 con la Oficina Antifrau (OAC), a la que siguieron órganos similares en comunidades como la Comunitat Valenciana, Illes Balears, Galicia, Aragón y Navarra, entre otras. Sobre el papel, estas entidades nacieron con designios loables: fortalecer la integridad pública en sus territorios, investigando irregularidades y protegiendo a denunciantes. Se diseñaron como entes «independientes» (en el caso catalán o valenciano, adscrita al parlamento, no al ejecutivo autonómico) para conferirles autonomía. Sin embargo, la experiencia acumulada invita a cuestionar su efectividad real e incluso su imparcialidad.
Como han observado analistas, muchos de los países percibidos como más corruptos cuentan con agencias anticorrupción centralizadas, mientras que las democracias más limpias prescinden de estos organismos; crear una agencia anticorrupción y esperar que reduzca por sí sola la corrupción exige un acto de fe. En otras palabras, añadir más entes de control no garantiza mejores resultados si el entramado institucional en su conjunto no goza de auténtica independencia.
Incluso dejando de lado intromisiones maliciosas, las oficinas antifraude se enfrentan a problemas de ineficacia y duplicidad. La OAC de Catalunya, de nuevo, proporciona un ejemplo paradigmático: su actual director, Miguel Ángel Gimeno (expresidente del TSJ catalán), reconoció recientemente que jamás ha ejercido la potestad sancionadora que la ley autonómica le confiere. ¿La razón? Según declaró, «no tenía ningún sentido» aplicarla solo en Catalunya cuando en otras comunidades no existía un organismo equivalente con esa facultad.
En la práctica, la OAC no inició ningún procedimiento sancionador bajo su mandato. El dato resulta asombroso si se considera que el organismo cuenta con unos 7 millones de euros de presupuesto anual, de los cuales un 82% se destina a sueldos, incluido el salario del propio director (160.000 €/año) . Es decir, pese a recibir cientos de denuncias de corrupción (1.291 solo en 2024, un récord histórico), la oficina catalana apenas ha traducido ese caudal informativo en acciones concretas.
Las agencias antifraude acaban siendo entes burocráticos redundantes, cuya principal actividad es elaborar memorias y asistir a foros, pero sin un impacto tangible en la reducción de la corrupción. Son «chiringuitos»: estructuras mantenidas a costa del erario, que sirven más para exhibir un compromiso estético contra la corrupción –o para dar cargos bien remunerados a determinadas personas de confianza– que para obtener resultados reales.
En el equilibrio entre justicia independiente y agencias antifraude paralelas, la balanza se inclina claramente a favor de la primera como la estrategia más eficaz y legítima contra la corrupción. La experiencia española muestra que las agencias o oficinas anticorrupción, por bien intencionadas que sean en su diseño legal, enfrentan serias dificultades para operar con verdadera independencia y eficacia. Demasiado a menudo terminan capturadas por intereses políticos, neutralizadas por falta de voluntad (o de competencias reales), o convertidas en meros escaparates de compromiso ético sin resultados concretos. Por el contrario, el fortalecimiento del Poder Judicial –con garantías de autonomía frente a los otros poderes– se revela como el camino idóneo para que la lucha anticorrupción no dependa de vaivenes partidistas.
La separación de poderes no es un eslogan vacío, sino un principio jurídico-político que cobra especial relevancia en el combate a la corrupción: significa que la investigación, enjuiciamiento y sanción de las conductas corruptas deben situarse fuera del alcance de aquellos a quienes pudiera incomodar dichas actuaciones. Ello exige dotar a jueces, magistrados y fiscales de medios suficientes, protección frente a injerencias y un marco legal claro que les permita actuar con diligencia (por ejemplo, agilizando los procedimientos penales complejos y eliminando obstáculos). La verdadera agencia anticorrupción de un Estado de Derecho es un poder judicial independiente y efectivo.
En suma, más que crear nuevas agencias cuya independencia es cuestionable, España debería centrarse en cerrar o reconvertir aquellas existentes que han demostrado escaso rendimiento, y canalizar esos recursos a reforzar las instituciones ya legitimadas constitucionalmente para perseguir el delito. Frente al acto de fe, debemos asegurar que fiscalías, fuerzas policiales y tribunales actúen con objetividad y rigor, conforme a los principios básicos de la separación de poderes. También, dicho sea, reforzando la figura de la acusación popular que se ha demostrado fundamental para la persecución de la corrupción en España.
Solo recuperando esa confianza en la justicia –una justicia ágil, profesional e independiente– lograremos que la lucha contra la corrupción sea implacable y creíble, sin depender de estructuras paralelas potencialmente manipulables. En la batalla contra la corrupción, el mejor aliado del ciudadano es un juez íntegro e independiente, no una agencia politizada. Y es que la historia reciente nos enseña que, paradójicamente, las mejores «agencias anticorrupción» son aquellas que operan bajo el imperio de la ley y no al dictado de ningún gobierno.
