Reflexiones de un abogado sobre la acusación popular


La acusación popular se ha definido en múltiples ocasiones como una anomalía del proceso penal español que permite que cualquier ciudadano ejercite la acción penal por la mera defensa de la legalidad, sin estar directamente perjudicado por los delitos que se persigan. Esta peculiaridad de nuestro sistema está garantizada por el artículo 125 de la Constitución:

Los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales.

Pese a lo que se insiste en calificar de anómalo del sistema español, frente a los más habituales donde el monopolio de la acción penal lo ejerce el Estado o donde se combina el monopolio de la Fiscalía de la acción con la existencia de la acusación particular de los perjudicados directamente por los delitos, es en realidad un instituto jurídico muy tradicional y arraigado en España, ya previsto nada menos que en la Constitución de 1812.

No desvelo secreto alguno si reconozco que buena parte de mi actividad profesional como abogado en materia de derecho penal administrativo o político ha sido ejercitando la defensa letrada de la acusación popular en asuntos de lo más variopintos: desde tramas de fraude de subvenciones, hasta maltrato de animales bajo tutela pública, pasando por el fraude fiscal, la infidelidad en la custodia de documentos o hasta delitos de estragos. Y, tampoco desvelo nada que no se conozca, con cierta frecuencia mis clientes en esa clase de asuntos son personalidades o entidades con notoriedad pública, con lo que ello implica de cara al proceso.

El ejercicio de la acusación popular supone, por sí mismo, un deber de comportamiento procesal ante el tribunal que difiere bastante de lo que haría un acusador particular: la seriedad de la acusación no se le presume a la acusación popular, casi siempre bajo sospecha de albergar intereses ajenos al proceso. El abogado de la acusación popular debe ser muy prudente en la solicitud de diligencias, en la interposición de recursos, en la formulación de preguntas a los declarantes, etc. para mantener ante el órgano instructor o enjuiciador una imagen de solvencia profesional que disipe cualquier sospecha de actuación espuria.

Si a esto se suma, además, que quien pesa sobre la espalda del abogado es una personalidad pública o una organización política, se añade la necesidad de gestionar el riesgo reputacional que supone que casi cualquier paso en falso en el procedimiento pueda suponer una noticia de prensa desfavorable para el cliente.

Quizás por eso asisto con preocupación a una moda en determinados entornos políticos y mediáticos por el uso de la acusación popular, no como forma de garantizar el descubrimiento de la verdad material y la condena de delitos que sin la intervención del acusador pudieran quedar impunes (más si cabe en la España actual, con un Ministerio Fiscal bajo la permanente sombra de la parcialidad), sino como vía para la notoriedad de partidos políticos o asociaciones de reciente cuño, que con independencia de la viabilidad jurídica de las acciones que desempeñan, se repiten en casi cada proceso.

Ante estos comportamientos, se corre el riesgo de desnaturalizar la acusación popular, de desvirtuar por completo su imagen ante los tribunales y de forzar una práctica procesal de su limitación -mediante la imposición de fianzas altas o la acumulación de acusaciones- por parte de jueces que no la perciben como un actor serio del proceso. Ahí queda la labor del abogado del acusador popular para demostrar la formalidad y rigor de su actuación ante el tribunal y la buena fe de su cliente.