«¡Prefiero la cárcel!» La opción por la condena penal ante la desproporción de las sanciones urbanísticas


«¡Prefiero la cárcel!». Es una afirmación habitual entre los afectados por un procedimiento sancionador en materia urbanística de cierta entidad, en los que las sanciones pueden llegar a cifras absolutamente desproporcionadas.

Por ejemplo, en un reciente y notorio procedimiento administrativo sancionador en materia urbanística -que ha tenido un feliz final- mi cliente se enfrentaba a una sanción pecuniaria de superior a 2 millones de euros como consecuencia de unas obras de relativamente escasa entidad en una vivienda construida legalmente en suelo urbano pero que fue sobrevenidamente protegido por una ley autonómica -ni siquiera por un instrumento de planeamiento- en las Islas Baleares. Recuerdo en ese caso como un oficial de la Guardia Civil insistía, no sin razón, en una visita de inspección en que quizás convendría aceptar la sanción penal.

En hechos como estos nos encontramos con la extraña situación en la que el derecho penal deviene la prima ratio al menos para el sancionado, que ve con sorpresa como la teóricamente menos gravosa sanción administrativa supone un gravamen realmente muy superior a una hipotética sanción penal.

Tomemos como ejemplo la normativa balear por ser en el archipiélago donde con más frecuencia se dan esta clase de situaciones. El artículo 167, apartado 2, párrafo II, de la Ley 12/2017, de 29 de diciembre, de urbanismo de las Illes Balears, tipifica la infracción consistente en realizar obras sin título habilitante en suelo no urbanizable de protección, con el tenor siguiente:

La realización de obras de construcción, de edificación, de instalación y de movimientos de tierras en suelo rústico protegido sin el título administrativo habilitante se sancionará con multa del 250 al 300 % del valor de las obras.

En otras palabras, por la realización de obras ilegales en espacios protegidos ambientalmente, la sanción puede alcanzar hasta el triple del coste de ejecución de la obra, además, obviamente, del deber de restauración de la legalidad mediante la legalización o -más seguramente- la demolición de lo construido.

Frente a ello, la norma penal establece sanciones que a priori pueden resultar mucho más severas pero que, en la práctica, pueden llegar a ser más convenientes para el infractor. Acudamos al artículo 319, apartado 2, del Código Penal:

2. Se impondrá la pena de prisión de uno a tres años, multa de doce a veinticuatro meses, salvo que el beneficio obtenido por el delito fuese superior a la cantidad resultante en cuyo caso la multa será del tanto al triplo del montante de dicho beneficio, e inhabilitación especial para profesión u oficio por tiempo de uno a cuatro años, a los promotores, constructores o técnicos directores que lleven a cabo obras de urbanización, construcción o edificación no autorizables en el suelo no urbanizable.

Nos encontramos, pues, ante un precepto que para el particular que actúa como autopromotor -el propietario del inmueble ilegal- concurrirían la pena de prisión de uno a tres años con la multa, mediante el sistema de días-multa, de 12 a 24 meses; descartándose así la posible multa de hasta el triple del beneficio obtenido por la construcción ilícita, que como la doctrina y jurisprudencia vienen considerando, queda reservada para los profesionales que actúan con ánimo de comerciar con la obra ilegal.

Y, ¿cuál sería en circunstancias normales la sanción penal que recibiría el infractor? No es infrecuente encontrar sentencias que condenan por la pena mínima de un año de prisión, siendo extraños los casos en que la pena superaría el umbral de la suspensión (dos años) y, aun en una extravagante hipótesis en que se impusiese la multa no solo en su máxima extensión temporal (24 meses) y por el máximo importe que permite la ley (400 euros diarios), no se alcanzarían los 300.000 € de sanción.

Así las cosas, puede darse -y, de hecho, se da con cierta frecuencia- el indeseable y absurdo caso en que el infractor prefiere la condena penal frente a la administrativa, por suponerle un ahorro que puede llegar a ser muy considerable, cuando además se suma que el riesgo de cumplimiento de la pena de prisión se interpreta socialmente como bajo en estas circunstancias.

La solución, obviamente, no pasa porque los infractores urbanísticos se autodenuncien, sino más bien porque el legislador revise la incongruencia a la que el exceso de celo de las comunidades autónomas en materia de sanciones urbanísticas ha conducido: o se endurecen las penas del Código Penal -lo cual no parece adecuado en atención al principio de proporcionalidad- o se revisan las consecuencias excesivamente gravosas de la infracción administrativa en algunas normas urbanísticas autonómicas.